miércoles, 10 de marzo de 2010

El centenario olvidado

por George Bernard Shaw.

Un acercamiento a la obra de Edgar allan Poe. Parte II/II






Ahora con ustedes la segunda y ultima parte de este texto.


Traducción de Ana Useros para la revista Minerva 8.

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Edgar Allan Poe no era en lo más mínimo un filisteo. Escribió siempre como si su nativa Boston fuera Atenas, como si la Universidad de Charlottesville fuera la Academia Platónica y como si su hogar coronara las cumbres de Fiesole. Fue el mayor crítico periodístico de su tiempo e hizo visible el buen arte europeo en un momento en que los críticos europeos esperaban a alguien que les dijera qué decir. Su poesía es tan exquisita y refinada que la posteridad se negará a creer que pertenece a la misma civilización que la gloria de las lilas de la señora Julia Ward Howe o las honradas rimas de Whittier. Tennyson, que, si algo era, era un virtuoso, nunca produjo un éxito capaz de soportar ser leído tras cualquiera de los fracasos de Poe. Poe producía magia de una forma constante e inevitable allí donde sus mejores contemporáneos producían sólo belleza. Las piezas más populares de Tennyson, «The May Queen» y «La carga de la caballería ligera», no aguantan la repetición; tras algún tiempo se vuelven directamente nauseabundas. «El cuervo», «Las campanas», y «Annabel Lee» resultan tan fascinantes tras mil lecturas como lo fueron la primera vez.


George Bernard Shaw

La supremacía de Poe a este respecto le ha costado su reputación. Es éste un fenómeno que ocurre cuando un artista alcanza tal perfección que se coloca a sí mismo «fuera de concurso». El mejor pintor que ha producido Inglaterra es Hogarth, un dibujante milagroso y un colorista exquisito y poético. Pero los críticos nunca lo mencionan. Hablan hasta la saciedad de Romney, el Gidson de su época, hablan libremente sobre Reynolds, con nerviosismo sobre el gran Gainsborough; pero nada sobre Rowlandson y Hogarth; se pierden la gracia inextinguible de Rowlandson porque asumen que todas las caricaturas de esa época son feas y evitan instintivamente a Hogarth porque es inmanejable para la crítica. De la misma forma, han dejado de mencionar a Poe: por eso los americanos lo olvidaron cuando grabaron los nombres de sus glorias en su Panteón. Y, sin embargo, es el primer nombre, casi el único nombre, que el verdadero connoisseur busca allí.


Poe, con todo su virtuosismo, es siempre un poeta y nunca un mero virtuoso. Poe consideraba que Eureka, la formulación de su filosofía, era lo más importante que había hecho. Sus poemas siempre tienen como telón de fondo el universo. También los personajes de sus relatos. Incluso sus cuentos de humor, ante los que meneamos la cabeza en señal de desaprobación como si fueran errores, tienen esta cualidad elemental. El mismo Toby Dammit, aunque la simple mención de su nombre dispara el desdén del crítico culto, es más impresionante y termina más trágicamente que las serias invenciones de la mayoría de los narradores. El miope caballero que se casó con su abuela no es el blanco habitual que proporcionaría una farsa vulgar: la abuela tiene la elegancia y libertad de espíritu de Ninon de Lenclos y el nieto el porte de un marqués. Poe envió esta historia a Horne –cuyo Orión, por cierto, había reseñado como debe reseñarse la poesía–, con la petición de que lo vendiera a una revista inglesa. La revista inglesa lamentó que la deplorable inmoralidad de la historia la hiciera de todo punto impublicable en Inglaterra.



En sus cuentos de misterio e imaginación, Poe estableció un récord mundial para la lengua inglesa: quizá para todas las lenguas. La historia de la dama Ligeia no es sólo una de las maravillas de la literatura: no tiene parangón. Realmente no se puede decir nada de ella; nosotros, los demás, sencillamente nos quitamos el sombrero y abrimos paso al señor Poe. Es interesante comparar las historias de Poe con las de William Morris. No son meros relatos; son obras de arte completas, como las alfombras de rezo; y son, por emplear la expresión de Poe, «historias de imaginación». Son obras maestras del estilo. Lo que la gente llama estilo en Macaulay es, por comparación, simple método. Y son todo lo distintas que dos obras de arte del mismo tipo puedan ser. Morris no quiere tener nada que ver con el misterio. «Las historias de fantasmas», solía decir, «tienen todas la misma explicación: la gente miente». Su «Sigurd»tiene la belleza del misterio como contiene todas las otras clases de belleza, pues es, sin comparación, la mayor épica inglesa; pero sus historias se desarrollan a cielo abierto de principio a fin, mientras que en las historias de Poe nunca brilla el sol.

La limitación de Poe era su altivez frente a la gente corriente. Criaturas grotescas, negros, locos con delirium tremens, incluso gorilas, ocupan en su teatro el lugar de los campesinos corrientes, de los cortesanos, ciudadanos y soldados. Sus casas son casas encantadas; sus bosques, bosques mágicos; y los convierte en algo tan real que la realidad no aguanta la comparación. Su reino no es de este mundo.



Sobre todas las cosas, Poe es grande porque es independiente de las atracciones baratas, independiente del sexo, del patriotismo, de las peleas, del sentimentalismo, del esnobismo, de la gula y de todo el resto de las mercancías vulgares que circulan en su profesión. Eso es lo que le confiere una soberbia distinción. Aborda algo tan trillado como la emoción de una niña moribunda en «Annabel Lee», y lo desvulgariza al instante. Ni siquiera pudo entretenerse con historias de detectives sin antes purificar la atmósfera de éstas hasta que se volvieron más edificantes que la mayoría de los himnos antiguos o modernos. Sus versos a veces alarman y confunden al lector dejando entrever su propia belleza; pero esa belleza no es nunca la belleza de la carne. Nunca se le podría decir, como hay que decir con cierta inquietud a tantos artistas modernos: «Sí, amigo mío, pero éstas son cosas que las mujeres y los hombres deben vivir, no escribir sobre ellas. La literatura no es el agujero de una cerradura para que gente con hambre de afectos espíe los banquetes del cuerpo». Desde luego, nunca se convirtió en algo así en manos de Poe. La vida no puede dar lo que él nos da, excepto mediante el gran arte; y su instintiva observancia de esta distinción y el hecho de que nunca mendigó, como mendigaría la mayoría de los escritores, hacen de él el más legítimo y el más clásico de los escritores modernos.


También explica por qué no le importa demasiado a América, y por qué se le ha mencionado tan poco en Inglaterra en todos estos años. América e Inglaterra están regodeándose en la sensualidad que el inmenso aumento de riquezas ha colocado al alcance de sus manos. No les culpo: la sensualidad es un elemento de la vida muy necesario, y saludable y educativo. Desgraciadamente, está mal repartida; nuestras masas lectoras la buscan, piensan en ella, suspiran por ella y sólo obtienen unas muestrecillas de regalo. No se reparte con temperancia y de manera continua para que así deje de ser una preocupación. Cuando la distribución se ajuste mejor y la preocupación cese, habrá una noble reacción a favor de los grandes escritores como Poe, que empiezan justo donde el mundo, la carne y el diablo nos abandonan.

1 comentario:

  1. Me encanto conseguir este texto con los enlaces que me aclararon muchas dudas. gracias

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